Al despegar el avión de Iberia desde Santiago de Chile a Madrid hace unos días, la sobrecargo me comunicó que el comandante del vuelo deseaba hablar conmigo. Entre sorprendido y expectante me dirigí con ella a la cabina y, durante unos minutos, hablé con los tres pilotos que comandaban la nave.

Las quejas de los pasajeros no se hacen esperar. Resultan tan insistentes que el comandante sale para comprobar lo que sucede y, ante la desagradable realidad, decide expulsar del avión a los tres jóvenes negros.
La contemplación de las cimas de la cordillera de los Andes, cubiertas de nieve, eran un espectáculo de indescriptible belleza. No parecía real el hecho de estar volando a mil kilómetros por hora a más de diez mil metros de altura.
- Pronto sobrevolaremos el desierto de Atacama, me explicaron.
Impresionaba la tranquilidad con la que hablaban y actuaban mientras el piloto automático hacía su labor. No viene a cuento el motivo de la llamada, que estaba relacionado con mi tarjeta platino de la compañía. Lo cierto es que conversamos durante unos minutos en aquel cubículo singular, lleno de aparatos, de luces y de signos indescifrables para mí, desde donde aquellos tres hombres controlaban el vuelo y garantizaban la seguridad de los adormilados pasajeros y pasajeras.
Les pregunté si conocían la historia de la azafata y el comandante que fueron premiados por la compañía aérea Swissair en el año 1998 por la inteligente y aleccionadora forma de solucionar un conflicto de vuelo. Me dijeron que no. Se la resumí en unos momentos.
Una pasajera que viajaba al lado de un negro llama a la azafata y le dice que nadie debe estar obligado a realizar un vuelo al lado de una persona desagradable. Le pide con firmeza que le cambie de asiento. La azafata le explica que la clase turista está completa y que ella no puede tomar la decisión de pasarla a primera clase. Tiene que consultarlo con el comandante. Se va y vuelve al cabo de unos minutos. Le dice a la impaciente pasajera que ha hablado con el comandante y que los dos están de acuerdo con ella, así que va a pasar a primera clase. Ella hace ademán de levantarse y, entonces, la azafata le aclara:
- No se mueva, señora. Quien va a pasar a primera clase no es usted sino este señor que está a su lado.
Celebramos la magnífica lección. Hicieron alarde de ingenio, perspicacia y rapidez. El comandante me muestra, a renglón seguido la otra cara de la moneda. Cuenta que en un vuelo de cierta compañía suben a primera clase tres pasajeros jóvenes de raza negra, hijos, al parecer, de un importante político africano. Los tres despiden un olor insoportable. Las quejas de los pasajeros no se hacen esperar. Resultan tan insistentes que el comandante sale para comprobar lo que sucede y, ante la desagradable realidad, decide expulsar del avión a los tres jóvenes negros.
- Bájense del avión, por favor.
Días después, ante la reclamación de quienes se vieron obligados a bajar del avión, se le abre un expediente al comandante tildándole de racista. Cuando éste recibe la noticia de que ha sido expedientado por racismo, hace saber a las autoridades que está casado con una mujer negra. Demuestra así, de manera incontestable, que no es racista. La causa de la expulsión no había sido, pues, la raza de los pasajeros sino su olor pestilente.
Regresé a mi asiento pensativo. Y, sentado ya, fui hilvanando estas líneas que ahora tienes delante querida lectora, querido lector. Hay que establecer los nexos lógicos con rigor. Algunas veces se hacen atribuciones falsas. Estos malolientes pasajeros pensaron (o hicieron creer que pensaban) que la causa de su expulsión era el color de su piel. No había sido así. El problema era otro. La falta de respeto hacia otras personas que tenían derecho a no soportar durante horas un olor fétido.
Algo parecido le sucedió a Doña Esperanza Aguirre cuando dijo que los policías de tráfico le habían multado por ser mujer. No. La habían multado por ser una infractora de la ley.
La cuestión que estoy planteando tiene que ver con el rigor, no con el racismo o con el sexismo. Hablo de las atribuciones que se hacen acerca de las conductas. Ya sé que la línea divisoria puede ser muy difusa y problemática, pero existe.
Las interpretaciones pueden tendernos una trampa. Porque, en los casos que he citado (uno relacionado con el racismo y otro con el sexismo) podría suceder que las personas hubieran estado guiadas por actitudes negativas o, quizás, por actitudes positivas. Es decir, que se podría poner la multa por haber infringido la ley o por ser una mujer la que la había incumplido. Que se podría haber expulsado del avión a los tres pasajeros por el mal olor que despedían o por el hecho de ser negros. La pregunta fundamental es la siguiente: ¿habrían actuado los protagonistas de manera diferente en el caso de ser blancos los tres malolientes pasajeros y de ser un varón el infractor de la norma de tráfico? Probablemente sí.
La mala interpretación puede estar en quien actúa, en el destinatario o destinataria de la acción y en el espectador o conocedor de los hechos. Es decir, que puede equivocarse quien actúa pensando que su actitud no es racista, cuando realmente lo es. El destinatario de la acción puede pensar que no es objeto de discriminación cuando realmente lo es. Lo mismo sucede con el espectador o conocedor de los hechos.
Claro que, algunas veces, la intensidad de la duda se hace insignificante o, incluso, desaparece. Si un policía golpea brutalmente a un negro que no ha hecho nada, simplemente por el color de su piel, la duda desaparece. Si un hombre mata a su mujer a golpes, quedan pocas dudas de la actitud que le mueve.
Estas reflexiones pretenden invitar a la reflexión. A una reflexión exigente en busca de la igualdad y del respeto a todas las personas. En busca de la verdad.
“El racismo contemporáneo ya no se basa en una doctrina biológica sino en la voluntad de justificar y de perpetuar la desigualdad de las condiciones sociales. Por tal motivo constituye una violación programática de los derechos humanos y es denunciado como un crimen de lesa humanidad”, dice Jorge Vigil Rubio en su libro “Diccionario razonado de vicios, pecados y enfermedades morales”.
Existe el peligro de que acusemos de racista a quien no lo es, atribuyendo una actitud que quien actúa no tiene. O de que exculpemos a quien tiene esa actitud y la esconde bajo razonamientos engañosos. Cuando se pegan en el patio dos chicos, uno negro y otro blanco, no podremos sin equívoco acusar al blanco de racista, sobre todo si se pelea al cabo de un rato con un blanco.
Me cuenta un profesor catalán que puso a dos chicos delante de toda la clase, uno negro y otro blanco. Les pidió que dijesen qué diferencias encontraban entre los dos. El chico blanco dijo a bote pronto:
- ¡Las zapatillas!
La convivencia de personas diversas puede favorecer el respeto y la igualdad cuando nos consideramos unos a otros depositarios de la misma dignidad y de los mismos derechos por el simple hecho de ser personas.